jueves, 26 de enero de 2017

El tejado de cinc

PRIMER CAPÍTULO

Andalucía, España. Agosto, 1984.

La banqueta sobre la cual se encontraba sentado cojeaba. Una de las cuatro patas era más corta que las otras tres, o a lo mejor era el piso entarimado de madera sin acuchillar, ya vencido por los años, lo que proporcionaba ese desnivel necesario para el ligero balanceo que facilitaba ese toque rítmico con la leve presión de la punta del pie; calzado con boto de Valverde del camino, hecho por encargo, a mano y herrado en la puntera. Lo tenía todo preparado. Estaba en el antiguo cobertizo del cortijo, en la parte alta, esa que se conocía antiguamente como soberado. Tres cerchas a la española aguantaban el peso de un tejado de cinc, clavado sobre un entablado que reposaba encima de unas alfarjías tan mal aserradas como las del entarimado que formaba el piso y que cubría aguas, o al menos, esa fue su función en tiempos ya olvidados. Colocado allí, a saber los años, por su bisabuelo poco después de robarle las fincas a los vencidos de la guerra que salieron huyendo para no perder la cabeza, la herrumbre lo iba venciendo a pasos agigantados por la falta de mantenimiento. Un cobertizo algo más moderno servía para guardar los aperos de labranza y los cuatro tractores en la actualidad, sirviendo el antiguo sotechado como almacén de vetustos aparejos herrumbrosos e inservibles que se amontonaban sin orden. 
Su bisabuelo, coronel de regimiento de caballería, perteneció al bando de los vencedores, y ya se sabe lo que les pasaba a los vencidos. Había sido una de esas guerras lentas, sangrantes y dolorosas, de esas en las que ves llover y solear una y otra vez; una y otra vez, otra y otra vez hasta perder la noción del tiempo en el que vives y hasta la razón, y por supuesto, los motivos de desorden, caos y cobardía que la llevaron a iniciarse. Una de esas guerras, casi como todas las guerras fratricidas, en la cual lo único que al final recuerdas son sentimientos exponenciales de odio hacia el enemigo que es tu hermano, aún sin saber por qué. Su bisabuelo no había sido ni bueno ni malo, ni tonto tampoco. Amén de las quinientas hectáreas que habían pasado a sus manos, el expolio a los vencidos le había proporcionado una buena colección de obras de arte, sin contar el quintal de oro en barras que el marqués guardaba en la cámara acorazada de sus sótanos, y que cambiaron de propietario después de pasar por las armas al marqués y beneficiarse a la marquesa. Al susodicho marqués le flaqueo la inteligencia, lo que le llevó a traicionar a los de su bando, siendo descubierto por otro traidor que refugió en su finca y lo vendió como Judas a Cristo, por pocas perras. Después de no pocas palizas, el marqués confesó su traición. No, no se puede decir que su bisabuelo fuese ni bueno ni malo, pero tampoco tonto. Cosas de las guerras quizá.
Lo tenía casi todo preparado. La banqueta sobre la que estaba sentado, con la cabeza entre las manos y apoyados los codos sobre las rodillas, seguía produciendo ese toque rítmico en mitad del silencio de la noche; toc-toc, toc-toc, tocotoc. Poco antes, alumbrándose con linterna como vil ladrón, había entrado en las caballerizas para coger una de las maromas que colgaban de la pared, y que servían para dar picadero a los caballos. La banqueta se la agenció de las vaquerizas colindantes, donde doscientas vacas lecheras de buenas ubres esperaban su ordeño ya próximo. Fue la ligera cojera, cuando se subió a la banqueta para lanzar la cuerda y pasarla por la tiranta de la cercha, la que lo desestabilizó y le hizo perder el equilibrio cayendo al suelo. Lo tenía todo tan bien pensado, que no sabía por qué seguía sentado en esa dichosa banqueta después de levantarse de la caída y ponerla en pie, aguardando no sabía qué con ese ritmillo agonizante en mitad de la noche; toc-toc-toc, toc-toc, tocotoc. El ritmillo salmodiado cambiaba conforme pasaba el tiempo. No sabía cuanto tiempo había pasado, ni tampoco le preocupaba el tiempo puesto que tenía decidido ponerle fin, pero ese ritmillo endiablado no lo dejaba hacer sus propósitos. – ¡Puta banqueta! –exclamó de repente. Arreándole una patada y estampándola contra la ventana que se hizo añicos, cayó fuera del cobertizo entre un estrépito de mil diablos. Lo tenía tan bien planeado todo, salvo la puta banqueta de dios. Había estudiado hasta la manera de hacer el nudo corredizo a la mejor usanza de las antiguas películas del oeste; cuando ley, justicia y verdugo se confundían y se daban de la mano sin tanto palabreo ni papeleo. En estos tiempos modernos, ni las guerras eran ya como antaño. Desde que descubrieron que más valía herir al enemigo que matarlo, empezaron a hacer las balas de menor calibre, y es que un herido pesa más que un muerto… Lo tenía todo tan bien planeado… Había atrancado hasta la puerta, por si a algún extraviado le daba por entrar e interferir sus propósitos. A él le gustaba la perfección en los hechos, y ningún enviado de dios le iba a joder en la muerte. Nunca hubiera pensado que dios le iba a sabotear la banqueta. – ¡Saboteador! –lanzó al viento, siguiendo el hilo de sus pensamientos, mientras se dirigía hacia la puerta del desván. Es tan agotador planear la muerte, sea ajena o propia. Lo tenía todo tan bien callado y organizado que nunca se preocupó en pensar que una banqueta de cuatro patas no guarda bien el plano de asiento. ¡Y quien demonios metería una banqueta de cuatro patas en las vaquerizas, si todas las demás que recordaba sólo tenían tres! Cuando salió del cobertizo los primeros rayos del albor solar se iban vislumbrando por el este del horizonte. Unos rayos que no debería de estar presenciando, si la dichosa banqueta no hubiese fallado.
Se dirigió hacia la casa principal y en el camino se cruzó con uno de los obreros que trabajaban en la finca, que se dirigía hacia las vaquerizas para preparar las labores de ordeño.
-Buenos días Don Carlos. –saludó el peón llevándose la mano al gorro que le cubría un cabello ralo, encanecido y grasiento de miseria. –parece que vamos a tener otro día de calor.
-Buenos días Ambrosio. Eso parece. –le contestó alejándose sin más Don Carlos, que se sabía de memoria el nombre de los más de cincuenta hombres que tenía contratados en el cortijo, así como los nombres de las doscientas vacas, empezando por la preferida de su abuelo, Gumersinda, y no porque la conociese en vida sino porque conservaba en madera grabada la silueta enmarcada de la tal Gumersinda con el nombre en letras itálicas, colgada en la entrada de las vaquerizas. Fue de las primeras Brown Swiss que llegaron de tan lejanas latitudes, un capricho que su abuelo compró en la feria de ganado y le dio por cruzar con el toro de lidia para ver lo que salía. Uno de los gañanes que trabajaban por aquellos entonces en la finca, y que era aficionado al arte del grabado en madera con navaja de muelle, se lo regaló al patrón por aquellos tiempos en los que se trabajaba de sol a sol por poco más de un chusco de pan. Tiempos de esclavitud de posguerra y miserias.
Su abuelo fue hijo único, y también sirvió en la guerra como alférez al mando de su padre. Sus compañeros de bandera lo apodaron el carnicero por su crueldad con el enemigo, y no sólo conservó las fincas robadas por el coronel en su plenitud, sino que llegó a incrementar los términos de las mismas una vez acabada la contienda, añadiendo las vaquerizas y varias hectáreas más, bajo amenazas y malos procederes inherentes a un hijo de vencedor de guerra sin escrúpulos. No, no se puede decir que el abuelo de Don Carlos fuese muy bueno que digamos, pero que más daba ser bueno o malo por aquellos tiempos. A las hectáreas añadidas, su abuelo que también se llamó Carlos, decían las malas lenguas del lugar que se le aproximaban los bastardos al número del ganado que llegó a tener. Todo el incremento patrimonial fue adquirido bajo extorsión y amenazas, por supuesto, a excepción de la tal Gumersinda que colgaba de dos cadenillas en la entrada de las vaquerizas, y que a parte de ser la primera también fue la última comprada de manera legal, y daba nombre a la finca. La finca Gumersinda, en la actualidad de Don Carlos de Ibarra y Donoso, único heredero del imperio Ibarra. Podría haberle puesto a la finca el nombre de su esposa y abuela carnal de Don Carlos de Ibarra y Donoso, el suicida fracasado por sabotaje divino, Doña Petra de Dostierras y Sicilia, o de alguna de sus tres hijas, pero había sido un matrimonio de conveniencias, ya se sabe, sin amor de por medio, tal y como se estilaba por aquellos entonces entre las élites del poder para sumar más poder, pero Don Carlos, el abuelo; si no era bueno con la gente, tampoco lo era con la abuela, a la cual tenía atemorizada por las palizas que solía propinarle cuando le daba por decir esta boca es mía y ábrete, ya harta de aguantar las infidelidades e injusticias del marido, y le puso a la finca el nombre de su único amor en vida, el amor bestial de una vaca lechera y suiza a más inri.
De la unión de ese infeliz matrimonio nacieron cuatro hijos; Doña Lucinda de Ibarra y Dostierras, la mayor, que llegó a priora del convento de las Carmelitas descalzas, sin otra afición que el rezo diario a dios y a su madre, pidiendo perdón por las exageradas irreverencias de su padre, y que murió con un libro de horas en la mano izquierda y el rosario en la derecha, mientras rezaba el décimo de los misterios, sola y arrodillada sobre un reclinatorio de la capilla del convento. Dicen que por un mal aire endiablado que entró destrozando la puerta de la capilla, sin hacer más daño en el interior que el destrozo de la susodicha puerta de roble claveteado que pesaba lo suyo y que amaneció arrancada y revirada colgando de sus goznes, y algunas perlas del rosario que su madre le regaló siendo novicia y que conservaba desde entonces siempre encima. Las perlas aparecieron hechas harina cuando lograron abrirle la mano rompiéndole tres dedos, el pulgar y los dos colindantes. Ningún otro daño se dio ni en la capilla ni en los alrededores. Los comentarios de ese extraño suceso estuvieron rondando la comarca hasta que otros sucesos no menos insignes y que más adelante quizá recordemos le dieron paso. Decían algunos, que seguramente sería que dios se cansó de tanto oírla pedir la redención del hijo del coronel, y le mandó una legión de demonios que no se pararon ni a abrir la puerta como dios manda, o quizá fuera para firmar el diablo el hecho con su extravagancia, y dar así de qué hablar en los contornos durante largo tiempo.
 
El segundo vástago fue el padre de Don Carlos, también llamado Carlos, único hijo varón y educado directamente por su progenitor para bien del imperio familiar. Don Carlos, el padre, le salió rana al abuelo. Por más que quisiese meterlo en vereda y enseñarle lo que él creía que debía saber su hijo para ser lo que un hombre debía ser por aquellos tiempos, no lo consiguió. Una tarde ya bastante anochecida, Don Carlos, el abuelo, lo descubrió en el pajar desfogando su hombría con uno de los gañanes de la finca. Del gañán nunca más se supo. Desapareció sin más y todos callaron el hecho, seguramente por el temor que le tenían al carnicero. A Don Carlos lo envío al nuevo mundo, que ya no tenía nada de nuevo, a un colegio de curas, creyendo que esa era la solución para curarle de sus males, y allí estuvo hasta licenciarse en agronomía. Regresó con su título debajo del brazo y el gusto adquirido hacia los hombres de hábito de toda la escala jerárquica eclesial. Cuando volvió a sus veinte y pocos años, le esperaba la que sería su mujer. Una mujer de buena cuna que su padre le tenía preparada sin poderse negar a contraer nupcias, y a la que, como es natural, no llegó a tenerle más cariño que el de madre del único hijo que le dio para acallar rumores. A pesar de todo, los rumores corrieron. Los trabajadores de la finca lo sabían mejor que nadie, puesto que soportaban el acoso con resignación, pero todos lo callaban pues aún no habían llegado por estas tierras los tiempos de decir las cosas como eran o como se creía que eran, aunque los rumores corrieron imparables hasta llegar a oídos del padre que ya entrado en años sufrió un infarto cerebral que lo dejó inservible para todo uso; con voz de gangoso, en carrito de ruedas y la mano derecha para echarle azúcar a las sopaipas. Las que se quedaron descansadas fueron las sirvientas del cortijo, y ni que decir de su propia esposa que se tomó de manera callada la revancha contra su marido, escupiéndole en la comida cada vez que las circunstancias se lo permitían.
De las otras dos hijas poco hay que decir sino que la tercera en dinastía murió a las dos semanas de nacer. Bautizada dos días antes por el cura de la parroquia con el nombre de Ágata en honor a santa Ágata, mártir antes que santa como mandaba la tradición en aquellos principios cristianos, y a la que Doña Petra le tenía especial devoción por sus orígenes coincidentes por parte de madre, murió de muerte súbita. También corrieron rumores las malas lenguas diciendo que la santa de especial devoción de Doña Petra se la había llevado para que no sufriera los avatares de un vida entre tan insigne familia. Por último, la más pequeña de los hermanos, Teresa de Ibarra, nació rebelde a más no poder. Roja tanto de pelo como de ideologías, contravino desde muy temprano las leyes naturales que dictaba su padre, Don Carlos de Ibarra, el cuál, ya cansado de la niña, a los dieciséis años de edad la mandó a estudiar interna en un colegio de monjas del que se fugó al poco tiempo con el profesor de inglés que le llevaba la veintena larga de años. Más nada se supo de ella, lo que en parte fue un alivio para el padre que no congeniaba con esa rebeldía intempestiva e innata, y que no logró controlar ni a base de correazo limpio sobre los lomos de la buena moza. Tampoco hizo nada por buscarla. Dicen, los que algún arrimo le tenían, que residió durante un tiempo en un pequeño pueblo al norte de Londres, del cual era nativo el susodicho amante o marido, pues nunca se supo si casó con él, y ni si seguía con vida.
Doña Aurora Donoso de Malabrigo fue la afortunada que cargó con Don Carlos de Ibarra, el padre invertido de Don Carlos de Ibarra y Donoso, nuestro fracasado suicida por putada divina. Fue la que llevó las riendas de la hacienda, una vez inutilizado el abuelo, y la que puso a salvo gran parte de la fortuna incrementada por el carnicero, ya que las aficiones del marido le llevaban a dilapidar la heredad tanto en tahonas clandestinas de juego como por los casinos más celebrados de medio mundo. Entre eso y su gusto a los hombres, que no iba a menos sino a más, diezmó en buena parte el patrimonio familiar, hasta que una noche de plenilunio, Doña Aurora esperó a que llegara, y con una serenidad tremenda rozando lo espantoso, se acercó a él y lo agarró bien agarrado por los huevos, que a ella pocos placeres le daban que digamos, y le dijo con ojos negros, brillantes y endemoniados: -Piénsate bien la peseta de tu hijo que te vayas a gastar a partir de ahora, ¡maricón!, que por éstas, –dijo besándose los dedos en cruz, mientras aumentaba la presión con la otra mano revirándola un poco. –y como que me llamo Aurora Donoso de Malabrigo, que como sigas por ese carril te rebano los huevos y después el gaznate como a un gorrino en puertas de matadero, cualquier noche y mientras duermas. –Oye tú, fue mano de santo. No se sabe lo que le infundió al marido que volvió manso como corderito al redil. Eso sí, la tendencia sexual no llegó a corregírsela, y dos años más tarde murió de unas venéreas mal curadas que dejaron infectados a medio cortijo y al sacristán de la parroquia, que por lo visto también gustaba del goce con varón.
Don Carlos entró en la casa principal y se dirigió al bar del salón de juegos donde se sirvió un whisky con hielo picado. Echó un par de tragos, pensativo, mientras pasaba la mano por el suave tapiz verde del billar francés, y con el vaso en la mano se fue hacia las cocheras donde sobrepasaban la veintena los coches. Entre modelos de coleccionista, también tenía algunos últimos modelos de las mejores marcas. Se subió en el Ferrari testarrosa recién adquirido y salió en tromba hacia el pueblo, que distaba una quincena de kilómetros del cortijo. Iban a dar las seis, lo mismo la whiskería estaba abierta aún, y si no lo estaba le daba igual, pues por algo entraba en parte de la sociedad mercantil que la había fundado tres años atrás. Con su amigo Nemesio y Manuel, era el tercer socio, un socio capitalista que había aportado gran parte del dinero para reformar el antiguo hotel de carretera en casa de lenocinio con algún que otro trasfondo oscuro, eso sí, con todos los papeles en regla. Don Carlos había ampliado sus negocios en otros sectores, ya se sabe, para no poner todos los huevos en el mismo canasto, como se dice. Allí empezaron sus tormentos hacía más de un año. Tormentos de amor y odio desde el día en que conoció a Isabel, y que iba recordando mientras conducía.
Isabel Garmendia había aparecido por entonces por estas tierras, era de origen Vasco-Francés, y nadie la conocía por estos lugares hasta aquél fatídico 11 de septiembre en el que apareció por el hotel, con su pequeña maletita rosa, preguntando por el gerente. Don Carlos estaba en la barra, tomando una copa con unos amigos, cuando la escuchó hablar a sus espaldas con Felipe, el barman. El acento no era de estos contornos, y Don Carlos se giró para ver a quién pertenecía. Apenas la vio, sintió como se le desbocaba el corazón en su pecho. La visión de la mujer perfecta apareció ante sus ojos. Una mujer escultural que, aparte de lo físico, emanaba algo intangible que Don Carlos nunca había sentido en ninguna de las mujeres que había conocido, y no podemos decir que fuesen pocas. Isabel era de alta estatura y de pelo moreno, un moreno camaleónico que cambiaba el tono según el ángulo en que la miraras: algunas veces verdoso, otras rojizo y en algunas ocasiones de color indefinible e irreal. Había algo mágico en esos reflejos de luz. Una nariz angulosa pero perfecta, como de César, y una boca carnosa y suculenta de adoración equilibraban un rostro ovalado y sensual. Don Carlos la miró de arriba abajo y entrevió el corazón carmesí flechado que tenía tatuado y que asomaba por uno de sus senos escotados y tentadores, entre los cuales cualquier mortal perdería la cabeza. ¡Eso sí que es una mujer! Pensó para sí. En tiempos del catolicismo inquisitorio de seguro que hubiera sido juzgada por tentación demoniaca y pasto de hoguera. Don Carlos quiso pero no pudo abrir la boca, y se limitó a verla dirigirse hacia el despacho de Nemesio, que era el gerente, bajo indicación de Felipe. Cuando desapareció por el corredor no recordaba ni de lo que estaba hablando anteriormente con sus amigos.
Isabel era especial. Mujer de la vida por vocación y devoción, estaba instruida y hablaba a la perfección cinco idiomas, aparte de ser licenciada por Oxford en historia del arte. Era una puta de postín y algo más.

lunes, 9 de enero de 2017

HELENIA

HELENIA

Aquello fue otra historia
Que ya nadie podía creer.
Otra historia que empezó
Por el amor de una mujer.
Helenia tenía por nombre
En aquel acontecer.
Era reina de su rey
Y enamorada a la vez,
De otro príncipe más joven
Y de muy buen parecer.
La Reina con ese príncipe
De su Rey se evadió,
Iniciando una contienda
De la que nadie libró.
Sólo un rey podía dar
La victoria a su Rey,
Era hijo de Dios padre
Con nombre antiguo esta vez.
Fue larga la travesía,
A la contienda él llegó,
Y del fragor de la batalla,
Por injurio se alejó.
No admitía los engaños,
Y a su Rey no secundó.
Contratiempo al protegido,
La ira le anegó.
Más nadie podía ganar
La batalla sin cuartel.
A una vida apacible,
Por la gloria decidió,
Aún sabiendo que por esto
Mal final proporcionó.
Hoy ya nadie se recuerda,
Que por sólo una mujer,
Un mundo se vino abajo,
Y otro empezó a nacer?

sábado, 7 de enero de 2017

café-bar 24,5h a piñón fijo.

CAPÍTULO 26,5

Dentro de la cueva del Carita, y no precisamente Babá como el del cuento de la extraordinaria Schahrazada.

  • Os habéis dado cuenta de lo que tiene el mono mielda este aquí metío. -soltó extasiado Cárcamex, el primero en entrar dentro de la cueva, a los otros.
  • Ostia tú¡¡¡ -exclamó Lupianex. -Así decía el chino ese que nos informó antes de venir, que en el bar hasta la barra para apoyar los pies era de oro puro.
  • De donde sacarán todo esto, si por aquí no hay nada más que pedrolos? -replicó Pepinex, el que convenció a los otros dos de entrar en la cueva. -Y aquello que hay allí qué es? Pues si parece el corte de las ingles de mi pueblo, pero sólo con bebidas. Vamos pallá¡¡ -exclamó entusiasmado.

Los tres reporteros se encaminaron al fondo de la sala, donde estaba el super de libre servicio repleto de botellas de todas clases, y pasando de los montones de oro y diamantes que estaban a la entrada de la cueva tirados de mala manera para camuflar lo que de verdad le importaba al muy borrachuzo del Carita de azucena, se pusieron a recorrerlo de punta a punta. El muy mamón del Carita tenía toda la pared del fondo de la cueva repleta de botellas de Absenta hasta el techo. Los tres se pusieron a descorchar botellas de todo tipo y se pillaron un jumerón de mil pares de güebos, sin percatarse de que el Carita los estaba mirando con el camello de los reyes agarráo de las barbas y con una cara de mono con malaleche que ni el gachón ese de Marbella les ponía a sus colegas, poco antes que lo pillaran con las manos en la saca, hubiera tenido cjones de ponerles.

Popolino, el siguiente capítulo lo vas a escribir tú, que yo no escribo más ná hasta que el cherif no me devuelva la maquina de café expreso que me fundieron los kaguasaki esos huebones, cjnes ya, que ya estoy harto, que tengo la mano como el Scwarzenegger ese, cuando hizo la peli de los tíos esos metálicos que venían del futuro pá no sé que cño y que los tenía a tós embobáos.

FIN DEL CAPÍTULO 26,5

24,5h a piñón fijo

CAPITULO 25,5


A las 23,55 h dentro del 24,5h.

  • uanchinchin huuu chinchon chinchon. -más o menos.
  • Chinchuandon, hihon. -más menos que más. (A ver quién tiene cjnes de escribirlo mejor).
Traducido en humano del lenguaje de los monos:
    • Daos prisa que ya está a punto de llegar el cherif y nos va a pillar. -dijo Carita de azu a los demás.
    • Pues si te pilla que te jdan, que tú eres el que la ha líado. -le contestó Napolina detrás del mostrador, mientras le ponía una botella de chinchón a uno de los chinos aquellos.
    • Pues como me pille a mí, te vas a enterar tú de lo que es bueno. -Le contestó el Carita a la Napoli más rojo que un bombillo de incandescencia. El cbron no paraba de meterse las gominolas que le robó a Martinex del bolsillo de la chaqueta, mientras le pegaba sorbos de cuarto litro a la botella de Cardhu.
    • Sunchochon,chichuchi. -le dijo Napoli a su prima Empetri.
    • Cunchinchonchi chaochin. -le contestó la Empetri.
Leches, se me había olvidao que ustedes no sabéis el monolingu, su lenguaje. Bueno, más o menos quiere decir esto: - Empetri, deja ya de comerte el salchichón del Napias y no te muevas del televisor que va a venir el cherif ya mismo. -A lo que la Empetri le contestó. -Joer, ahora que tengo que estar media hora sin zampar porque venga el mamonazo ese.
  • Bueno, yo me voy, que tengo que esconder el camello antes de que llegue el cherif. -les dijo Carita de azucena a los demás. Y agarrando el camello que le había chorizáo a uno de los reyes de almagro, por el pescuezo y que había escondido el muy mamón dentro del jacusi que habían pintado en el techo del vater, salió del 24,5h en dirección a la cueva donde metía todo lo que caía en sus manos, el muy mafioso.
    ¡¡Cño ya no escrIbo más hasta que el mamonazo del cherif no me vuelva a poner la calefacción centrá, cjnes, que tengo las bolas como dos canicas.

    FIN DEL CAPÍTULO 25,5

24,5h a piñón fijo. Cap. nº 24,5

CAPÍTULO 24,5

  • Pepìnex, has visto lo que lleva el mono ese en las manos.
  • Sí que lo he visto.
  • Yo también lo he visto, Lupianex, vamos a seguirlo a ver a donde va. Os venís vosotros dos?
  • Dejaros de pegos, que tenemos que hacerle la entrevista al cherif. -soltó Martinex.
  • Vete tú para allá, que nosotros vamos a seguir al bicho ese, que va cargáo de botellas de Cardhu. Ahora nos vemos allí en el convento ese de los cjones que nos han dicho. -contestó Cárcamex, el tercer reportero de los cuatro enviados especiales a la cara oculta del Sagarmāthā.
Y así, nuestros tres reporteros siguieron al mono de los cjnes, que no era otro que el mamón de Carita de azucena.
Lo siguieron por un sendero escarpado, hasta llegar a la entrada de una cueva. La cueva estaba semioculta por unos ramajes colocados de mala manera para que no se viera su interior. Los tres reporteros esperaron escondidos detrás de una rocas hasta que vieron salir al mono.
    • Vamos a entrar a ver que demonios hay ahí. -soltó Pepinex.
    • No volverá el mono ese de los ojos saltones? A ver si nos pilla ahí dentro y nos da un mal rato. Se le veía cara de pocos amigos. -contestó Lupianex.
    • Que va, ese no vuelve. Es sólo ver lo que hay ahí dentro y nos largamos. Nos están esperando en el 24,5h para hacerle el reportaje ese que nos han encargado, por un vistacillo no nos va a pasar nada.

Así dicho y así hecho. Los tres reporteros entraron a la cueva, y una luz tenue alumbraba la susodicha por un tragaluz en el techo de roca viva. Cuando vieron lo que tenía allí metido el mamón del Carita de azucena, no se lo podían creer. Ni la cueva de los cuarenta ladrones del Alí ese del cuento tenía nada que ver con aquello.

FIN DEL CAPITULO 24,5

jueves, 5 de enero de 2017

Café-Bar 24,5h a piñón fijo

“Ganadora de 30 premios Ommmi, sobre un total de dos candidaturas (el candidato del bar de enfrente desapareció misteriosamente), se ha convertido en un fenómeno mundial sin precedentes (según la güiskipedia), vamos ni Cheers con el Sam Malon tiene nada que ver por lo visto con el Cherif del 24,5h., según nos ha contado Martinex, el único reportero que ha logrado volver de la misión. Los otros tres reporteros que se envíaron al Tibet por lo visto han desaparecido. Dice Martinex que se les apareció un monillo pequeño con los ojos saltones y una caja llena de botellas de Cardhu y despistó a sus tres compañeros a mitad de camino. Según nos ha contado Martinex, su suerte ha sido ser alcólico anónimo y haberse tomado la pastilla de patabón por la mañana, que sino también hubiera caído. Por cierto, dice que esta mañana, cuando echó mano a ella, no encontraba la caja, que si alguien se la encuentra que por favor se la envíe a la siguiente dirección: (C/ del espantocontinuo, nº 23. Santa Fé de los misterios) que las necesita urgentemente, no vaya a recaer otra ves en el bebercio.
Según el enviado especial que ha logrado llegar hasta la cara oculta del Sagarmāthā (‘La frente del cielo’, desde donde se retransmite la serie, un culebrón televisivo de gran altura), ni J. Bond lo hubiera logrado ni con la licencia para matar en el bolsillo. Por lo visto, en la puerta del bar había cuatro monjes con cachiporras, de esos llamados Chaolines, que a todo el que se acercaba sin invitación lo molían a palos”.

En los estudios del juanchintonpost a la llegada de Martinex, el único reportero que logró volver. De los otros tres aún no sabemos nada.
    • No pegaban saltos ni ná los bichos, -dijo Martinex a Purpurina, nuestra redactora jefe.
    • Eran cuatro pero parecía que había ciento y la madre cuando se acercaba algún chino que no estaba invitado por el Cherif.
    • Y qué pasó. -le preguntó Purpurina intrigada.
    • Pues ná que aquello parecía un zoologico. Había más monos que en la selva. Había una mona gorda encima un televisor que ni la Belen esteban creo que tuviese cojones de superar. Cómo zampaba la mona, parecía que no habia comido en su vida, tú. Con un cajón de langostas al lado y la tía pegando berríos pa que le llevaran más salchichón. Por lo visto me dijo después el cherif que tenían un salchichón esquisito, que si quería un poco se lo pidiera a la camarera, y la verdad es que cuando lo probé estaba riquísimo. Tengo que averiguar de que tienda lo compra.
    • Y que pasó después? -volvió a preguntar Purpurina cada vez más intrigada.
    • Que el cherif se largó diciendo que ya había echado la media hora de trabajo y tenía más cosas que hacer, que hubiera llegado antes porque me había estado esperando otra media hora y que ya nos llegaría la factura por el tiempo que le habíamos hecho perder. Se le veía una cara de mala leche que ni me atreví a abrir la boca, tú. Le mandó a una mona vestía de azul que me llevara a hablar con el encargado de escribir los cuentos y se largó con otro mono con telefono al lado que no paraba de llamar. Mira, yo no he visto a una mona más fea en mi vida, y la cosa es que tendría su sex appeal con aquella gente, porque los tenía a tós embobaós. Había uno tiráo en el suelo, debajo de un barril de vino y agarráo a una pata jamón, que tenía unas barbas de por lo menos cinco días.
    • Y cómo se llamaba el cuentista ese que dices. -preguntó Purpurina con la boca abierta.
    • No sé, no me acuerdo del nombre, pero ese estaba peor que el cherif. Allí parecia que estaban tós cabreados. Desde luego que con tanto mono alrededor no es para menos.
    • Qué le pasaba a ese. -preguntó Purpurina con los ojos desorbitados.
    • ¿A ese? Mira, tenía un pellizón puesto encima, de pelos de cabra y no paraba de decirle a un gremlin que tenía al lado liando cigarrillos de no sé que planta que había por allí, que si se creía el mamón que le había robáo los lápices que así no iba a escribir que la llevaba clara, que él estaba adiestráo para escribir hasta rayando las paredes con los cuernos si hacía falta. Y no sé la que me traía con los chinos el gachón, de que le habían matáo no sé cuantos monjes de esos que había allí en la puerta con garrotas y que encima habían echado al Gran jefe de las montañas y que como se enterara de quién había sido, se iba a cagar las patas abajo. El gachón no paraba de beber café. Cada media hora le llevaba la mona un termo que parecía un barril, encima de un carrillo mano. Yo no sé como aguantaba el mamón. Después me dijo el mono del teléfono que no le echara ni cuentas, que llevaba así desde que se hicieron las montañas aquellas. Yo me quedé flipáo y le pregunté al mono, pero me dijo que no me podía decir más nada porque sino no saldría de allí y me tendría que quedar encerrado con los tíos de las garrotas. Así que me callé y seguí al mono del teléfono, que no paraba de llamar, hasta las puertas de aquél monasterio, porque el bar estaba dentro de un monasterio de esos que hay por allí con calvos vestidos de rojo.
    • Qué más pasó. -preguntó Purpurina.
    • Pues ya está. Llegó el helicóptero y me vine para acá.
    • Bueno pues redáctale el informe al cherif, que para eso nos ha pagado una buena pasta, y se lo envías. Por lo visto quiere abrir más sucursales por allí en las otras montañas de los alrededores para que los chinos aquellos no tengan que andar tanto para llegar al 24,5h. Él sabrá lo que hace, porque por lo que me has contado yo por allí no voy ni aunque me paguen.

Informe envíado al cherif, por el juanchintonpost

“Ven al café-bar 24,5 h.”
“Lugar encantador donde los haya para iniciar un viaje de aventuras. Buenas vistas, aire sano y limpio, y servicio excelente. Eficacia, pulcritud y atención esmerada al público”.

Sólo con reserva. Abstenerse gente indecorosa.
Reservas en Amason.comolangostaymascosas.
(Preguntar por el secretario; Don Francisco el sabio)

martes, 3 de enero de 2017

LECTOR VERSUS ESCRITOR

EL LECTOR
Ayer estuve todo el día leyendo. Leí de todo y de todos. Comprendí ciertas cosas que tengo que ordenar hoy. Me gustó algo de Bukowski, pero sólo algo. También me gustó Fante, pero no llegué a leerlo. Me metí en los anónimos, aquellos que escriben sin querer dar la cara, y leí desde diccionarios de medicina hasta normas de lingüística. Me introduje en la mente anárquica de Chomsky y comprendí ciertas cosas. Me dediqué a leer las leyes herméticas de los discípulos del dios Hermes, y comprendí los mecanismos del poder al filo de lo imposible. Leí algo de Freud, y percibí la necesidad que su Yo tenía de evadirse con las drogas para poder comprender su mente y la de los demás. Leí recetas de cocina, novelas, cartas insinuantes del siglo de las luces francesas entre barones y duquesas a las que definí como verduleo clásico de alto standing. Comprendí las maravillas de los cuentos de las mil y una noches de la extraordinaria Schahrazada. Me reí con los treinta palos que le prometió un maestro búdico a su alumno, le contestara o no a su pregunta. Me adentré en novelas de ciencia ficción y de realismo mágico de Isabel Allende, fruto de la inspiración de Márquez, y me di cuenta que no me gusta la ciencia ficción como antes me solía gustar. Comprendí el arte de la guerra de los mayores generales que han pasado por la historia y cuyo objetivo fue dominar el mundo por la fuerza, y me acosté y me volví a levantar para seguir leyendo.
Por fin, me di cuenta de la locura que transmiten la mayoría de los escritos a quienes los leen sin precaución de análisis… Hoy, toca escribir.

EL ESCRITOR
Escribir es acompasar el pensamiento a lo escrito. En condiciones normales tenemos un estado de pensamiento con una velocidad diferente al lenguaje hablado o escrito. Nuestro pensamiento suele fluir de manera más veloz a nuestra lengua y por supuesto a nuestra escritura. Muchas veces he pensado y dicho, o he pensado y escrito, que si pudiese transferir de manera escrita todo mi pensamiento necesitaría una cantidad ingente de papel; bosques y bosques tendrían que talar para ello, y si al estado consciente le sumo el inconsciente y los sueños que a veces recuerdo con el mal dormir, ya ni te digo. Luego, el acompasar el pensamiento a la escritura es ralentizar el fluir normal de nuestra mente y sintetizar las ideas para caligrafiarlas a nuestra velocidad de escritura. Ni que decir que un dactilógrafo del congreso lo deja escrito a velocidad verbal, que es la forma normal que tenemos de comunicarnos, y por eso vemos que se cambian cada cierto tiempo, ya cansados de tanto teclear. Un ejemplo claro y conciso para que se entienda todo esto, es que esta mañana mientras me despertaba estaba pensando en escribir un artículo para La Corredera, y no sólo eso, sino que pensaba lo que iba a dejar escrito, cosa que no he podido hacer puesto que mi pensamiento fluía de unas ideas a otras. Se me ocurrió hasta el título de ese artículo, pero si me hubiese parado a escribirlo mi mente no hubiera fluido y no podría dejar escrito lo que estoy escribiendo ahora. Si ahora mismo paro de escribir nunca podré dejar escrito todo lo que atraviese por mi mente si no tengo las herramientas para ello, y tendré que tirar de recuerdos, frenando el normal fluir de mi mente y reproduciendo equívocos que nada tienen que ver con mis pensamientos presentes, puesto que ya estarían pasados de tiempo.
No es mejor orador aquél que no para de hablar, sino el que sabe mantener los silencios precisos hasta ordenar sus ideas en la mente de los oyentes. Mientras escribo sólo pienso en lo que escribo y mi pensamiento no fluye a velocidad normal, es decir, tengo ralentizado mi pensamiento a la velocidad del tecleo de las letras sobre el teclado. Estoy concentrado en ese acto… Ahora mismo, después de haber tenido una parada escribanística para hacer otros menesteres como servirme una taza de café y demás, (iba a poner escritorial pero no existe, como tampoco escriturística ni escribanística, que es la que he dejado aunque tampoco exista, pero me da igual), mi mente ha seguido un sendero paralelo que no dejo escrito, por supuesto, ya que es privado e irreproducible. En ese lapsus, en el tiempo de servirme un café y hacer otros menesteres mecánicos e irreflexivos, si fuese un dios, me habría dado tiempo a crear un mundo nuevo. Por supuesto que dios no creó el mundo en seis días y al séptimo descansó, descansó los seis días y en uno lo dejó toda hecho. Para dios no existe el tiempo, eso es un invento nuestro para poder colocar la fecha de nuestra muerte sobre nuestras lápidas.
Puede que a dios lo tengamos desde hace tiempo en riesgo de exclusión social, y por eso dios nos tiene más apretados que las sardinas enlatadas ¿Quién sabe? Todo efecto tiene su causa, y viceversa.
La idea es al pensamiento, casi como la lengua a la palabra. Sin lengua no hay palabra, y esto lo sabían muy bien los bárbaros que las cortaban, y sin pensamiento no hay idea. Esto último lo sabían también muy bien los primitivos siquiatras partidarios de los electroshocks como terapia. El “casi” está en que la lengua se encuentra físicamente localizada, mientras que la idea no tiene materia, aunque se pueda materializar con perseverancia. Pues bien, el todo a la nada, es como dios a la nada, o como decir que dios no es nada. Si dios no es nada, nadie es dios. Y es que dios nunca ha pretendido ser ni más ni menos que nadie; ni más rico, ni más pobre; ni más listo, ni más tonto; ni más dios, ni más ni-dios. Más que nada porque no tenía con quién compararse y nos creó por acto de aburrimiento. Concluyendo, dios está en el punto cero, donde no hace ni frío ni calor, donde se es y no se es. Por supuesto, con todo esto que estoy relatando yo no pienso en si dios existe o no existe, ni entro en las polémicas humano-teológicas de estudiantes y estudiosos sobre esa relatividad. Nunca perdería mi tiempo ni mis energías en esos menesteres que tienen ocupados a casi todos sobre cosas intangibles aún inalcanzables mediante método científico. Yo, si perdiese mi tiempo y mis energías, sería en lograr localizar a dios en tiempo y forma, mediante método mágico, para echarme unas copas y unas risas con él… Mañana, toca descansar.


José María Aguilar Castro
artículo publicado en la revista "La Corredera" (oct/16)


69.- La caja

69.- LA CAJA DE PANDORA A quel domingo caluroso, almorzamos en un restaurante cercano con unos familiares que no...