PRIMER CAPÍTULO
Andalucía,
España. Agosto, 1984.
La
banqueta sobre la cual se encontraba sentado cojeaba. Una de las
cuatro patas era más corta que las otras tres, o a lo mejor era el
piso entarimado de madera sin acuchillar, ya vencido por los años,
lo que proporcionaba ese desnivel necesario para el ligero balanceo
que facilitaba ese toque rítmico con la leve presión de la punta
del pie; calzado con boto de Valverde del camino, hecho por encargo,
a mano y herrado en la puntera. Lo tenía todo preparado. Estaba en
el antiguo cobertizo del cortijo, en la parte alta, esa que se
conocía antiguamente como soberado. Tres cerchas a la española
aguantaban el peso de un tejado de cinc, clavado sobre un entablado
que reposaba encima de unas alfarjías tan mal aserradas como las del
entarimado que formaba el piso y que cubría aguas, o al menos, esa
fue su función en tiempos ya olvidados. Colocado allí, a saber los
años, por su bisabuelo poco después de robarle las fincas a los
vencidos de la guerra que salieron huyendo para no perder la cabeza,
la herrumbre lo iba venciendo a pasos agigantados por la falta de
mantenimiento. Un cobertizo algo más moderno servía para guardar
los aperos de labranza y los cuatro tractores en la actualidad,
sirviendo el antiguo sotechado como almacén de vetustos aparejos
herrumbrosos e inservibles que se amontonaban sin orden.
Su
bisabuelo, coronel de regimiento de caballería, perteneció al bando
de los vencedores, y ya se sabe lo que les pasaba a los vencidos.
Había sido una de esas guerras lentas, sangrantes y dolorosas, de
esas en las que ves llover y solear una y otra vez; una y otra vez,
otra y otra vez hasta perder la noción del tiempo en el que vives y
hasta la razón, y por supuesto, los motivos de desorden, caos y
cobardía que la llevaron a iniciarse. Una de esas guerras, casi como
todas las guerras fratricidas, en la cual lo único que al final
recuerdas son sentimientos exponenciales de odio hacia el enemigo que
es tu hermano, aún sin saber por qué. Su bisabuelo no había sido
ni bueno ni malo, ni tonto tampoco. Amén de las quinientas hectáreas
que habían pasado a sus manos, el expolio a los vencidos le había
proporcionado una buena colección de obras de arte, sin contar el
quintal de oro en barras que el marqués guardaba en la cámara
acorazada de sus sótanos, y que cambiaron de propietario después de
pasar por las armas al marqués y beneficiarse a la marquesa. Al
susodicho marqués le flaqueo la inteligencia, lo que le llevó a
traicionar a los de su bando, siendo descubierto por otro traidor que
refugió en su finca y lo vendió como Judas a Cristo, por pocas
perras. Después de no pocas palizas, el marqués confesó su
traición. No, no se puede decir que su bisabuelo fuese ni bueno ni
malo, pero tampoco tonto. Cosas de las guerras quizá.
Lo
tenía casi todo preparado. La banqueta sobre la que estaba sentado,
con la cabeza entre las manos y apoyados los codos sobre las
rodillas, seguía produciendo ese toque rítmico en mitad del
silencio de la noche; toc-toc, toc-toc,
tocotoc. Poco antes, alumbrándose con
linterna como vil ladrón, había entrado en las caballerizas para
coger una de las maromas que colgaban de la pared, y que servían
para dar picadero a los caballos. La banqueta se la agenció de las
vaquerizas colindantes, donde doscientas vacas lecheras de buenas
ubres esperaban su ordeño ya próximo. Fue la ligera cojera, cuando
se subió a la banqueta para lanzar la cuerda y pasarla por la
tiranta de la cercha, la que lo desestabilizó y le hizo perder el
equilibrio cayendo al suelo. Lo tenía todo tan bien pensado, que no
sabía por qué seguía sentado en esa dichosa banqueta después de
levantarse de la caída y ponerla en pie, aguardando no sabía qué
con ese ritmillo agonizante en mitad de la noche; toc-toc-toc,
toc-toc, tocotoc. El ritmillo
salmodiado cambiaba conforme pasaba el tiempo. No sabía cuanto
tiempo había pasado, ni tampoco le preocupaba el tiempo puesto que
tenía decidido ponerle fin, pero ese ritmillo endiablado no lo
dejaba hacer sus propósitos. – ¡Puta
banqueta! –exclamó de repente.
Arreándole una patada y estampándola contra la ventana que se hizo
añicos, cayó fuera del cobertizo entre un estrépito de mil
diablos. Lo tenía tan bien planeado todo, salvo la puta banqueta de
dios. Había estudiado hasta la manera de hacer el nudo corredizo a
la mejor usanza de las antiguas películas del oeste; cuando ley,
justicia y verdugo se confundían y se daban de la mano sin tanto
palabreo ni papeleo. En estos tiempos modernos, ni las guerras eran
ya como antaño. Desde que descubrieron que más valía herir al
enemigo que matarlo, empezaron a hacer las balas de menor calibre, y
es que un herido pesa más que un muerto… Lo tenía todo tan bien
planeado… Había atrancado hasta la puerta, por si a algún
extraviado le daba por entrar e interferir sus propósitos. A él le
gustaba la perfección en los hechos, y ningún enviado de dios le
iba a joder en la muerte. Nunca hubiera pensado que dios le iba a
sabotear la banqueta. – ¡Saboteador!
–lanzó al viento, siguiendo el hilo
de sus pensamientos, mientras se dirigía hacia la puerta del desván.
Es tan agotador planear la muerte, sea ajena o propia. Lo tenía todo
tan bien callado y organizado que nunca se preocupó en pensar que
una banqueta de cuatro patas no guarda bien el plano de asiento. ¡Y
quien demonios metería una banqueta de cuatro patas en las
vaquerizas, si todas las demás que recordaba sólo tenían tres!
Cuando salió del cobertizo los primeros rayos del albor solar se
iban vislumbrando por el este del horizonte. Unos rayos que no
debería de estar presenciando, si la dichosa banqueta no hubiese
fallado.
Se
dirigió hacia la casa principal y en el camino se cruzó con uno de
los obreros que trabajaban en la finca, que se dirigía hacia las
vaquerizas para preparar las labores de ordeño.
-Buenos
días Don Carlos. –saludó el peón llevándose la mano al gorro
que le cubría un cabello ralo, encanecido y grasiento de miseria.
–parece que vamos a tener otro día de calor.
-Buenos
días Ambrosio. Eso parece. –le contestó alejándose sin más Don
Carlos, que se sabía de memoria el nombre de los más de cincuenta
hombres que tenía contratados en el cortijo, así como los nombres
de las doscientas vacas, empezando por la preferida de su abuelo,
Gumersinda, y no porque la conociese en vida sino porque conservaba
en madera grabada la silueta enmarcada de la tal Gumersinda con el
nombre en letras itálicas, colgada en la entrada de las vaquerizas.
Fue de las primeras Brown Swiss
que llegaron de tan lejanas latitudes, un capricho que su abuelo
compró en la feria de ganado y le dio por cruzar con el toro de
lidia para ver lo que salía. Uno de los gañanes que trabajaban por
aquellos entonces en la finca, y que era aficionado al arte del
grabado en madera con navaja de muelle, se lo regaló al patrón por
aquellos tiempos en los que se trabajaba de sol a sol por poco más
de un chusco de pan. Tiempos de esclavitud de posguerra y miserias.
Su
abuelo fue hijo único, y también sirvió en la guerra como alférez
al mando de su padre. Sus compañeros de bandera lo apodaron el
carnicero por su crueldad con el
enemigo, y no sólo conservó las fincas robadas por el coronel en su
plenitud, sino que llegó a incrementar los términos de las mismas
una vez acabada la contienda, añadiendo las vaquerizas y varias
hectáreas más, bajo amenazas y malos procederes inherentes a un
hijo de vencedor de guerra sin escrúpulos. No, no se puede decir que
el abuelo de Don Carlos fuese muy bueno que digamos, pero que más
daba ser bueno o malo por aquellos tiempos. A las hectáreas
añadidas, su abuelo que también se llamó Carlos, decían las malas
lenguas del lugar que se le aproximaban los bastardos al número del
ganado que llegó a tener. Todo el incremento patrimonial fue
adquirido bajo extorsión y amenazas, por supuesto, a excepción de
la tal Gumersinda que colgaba de dos cadenillas en la entrada de las
vaquerizas, y que a parte de ser la primera también fue la última
comprada de manera legal, y daba nombre a la finca. La finca
Gumersinda, en la actualidad de Don Carlos de Ibarra y Donoso, único
heredero del imperio Ibarra. Podría haberle puesto a la finca el
nombre de su esposa y abuela carnal de Don Carlos de Ibarra y Donoso,
el suicida fracasado por sabotaje divino, Doña Petra de Dostierras y
Sicilia, o de alguna de sus tres hijas, pero había sido un
matrimonio de conveniencias, ya se sabe, sin amor de por medio, tal y
como se estilaba por aquellos entonces entre las élites del poder
para sumar más poder, pero Don Carlos, el abuelo; si no era bueno
con la gente, tampoco lo era con la abuela, a la cual tenía
atemorizada por las palizas que solía propinarle cuando le daba por
decir esta boca es mía y ábrete, ya harta de aguantar las
infidelidades e injusticias del marido, y le puso a la finca el
nombre de su único amor en vida, el amor bestial de una vaca lechera
y suiza a más inri.
De
la unión de ese infeliz matrimonio nacieron cuatro hijos; Doña
Lucinda de Ibarra y Dostierras, la mayor, que llegó a priora del
convento de las Carmelitas descalzas, sin otra afición que el rezo
diario a dios y a su madre, pidiendo perdón por las exageradas
irreverencias de su padre, y que murió con un libro de horas en la
mano izquierda y el rosario en la derecha, mientras rezaba el décimo
de los misterios, sola y arrodillada sobre un reclinatorio de la
capilla del convento. Dicen que por un mal aire endiablado que entró
destrozando la puerta de la capilla, sin hacer más daño en el
interior que el destrozo de la susodicha puerta de roble claveteado
que pesaba lo suyo y que amaneció arrancada y revirada colgando de
sus goznes, y algunas perlas del rosario que su madre le regaló
siendo novicia y que conservaba desde entonces siempre encima. Las
perlas aparecieron hechas harina cuando lograron abrirle la mano
rompiéndole tres dedos, el pulgar y los dos colindantes. Ningún
otro daño se dio ni en la capilla ni en los alrededores. Los
comentarios de ese extraño suceso estuvieron rondando la comarca
hasta que otros sucesos no menos insignes y que más adelante quizá
recordemos le dieron paso. Decían algunos, que seguramente sería
que dios se cansó de tanto oírla pedir la redención del hijo del
coronel, y le mandó una legión de demonios que no se pararon ni a
abrir la puerta como dios manda, o quizá fuera para firmar el diablo
el hecho con su extravagancia, y dar así de qué hablar en los
contornos durante largo tiempo.
El
segundo vástago fue el padre de Don Carlos, también llamado Carlos,
único hijo varón y educado directamente por su progenitor para bien
del imperio familiar. Don Carlos, el padre, le salió rana al abuelo.
Por más que quisiese meterlo en vereda y enseñarle lo que él creía
que debía saber su hijo para ser lo que un hombre debía ser por
aquellos tiempos, no lo consiguió. Una tarde ya bastante anochecida,
Don Carlos, el abuelo, lo descubrió en el pajar desfogando su
hombría con uno de los gañanes de la finca. Del gañán nunca más
se supo. Desapareció sin más y todos callaron el hecho, seguramente
por el temor que le tenían al carnicero.
A Don Carlos lo envío al nuevo mundo, que ya no tenía nada de
nuevo, a un colegio de curas, creyendo que esa era la solución para
curarle de sus males, y allí estuvo hasta licenciarse en agronomía.
Regresó con su título debajo del brazo y el gusto adquirido hacia
los hombres de hábito de toda la escala jerárquica eclesial. Cuando
volvió a sus veinte y pocos años, le esperaba la que sería su
mujer. Una mujer de buena cuna que su padre le tenía preparada sin
poderse negar a contraer nupcias, y a la que, como es natural, no
llegó a tenerle más cariño que el de madre del único hijo que le
dio para acallar rumores. A pesar de todo, los rumores corrieron. Los
trabajadores de la finca lo sabían mejor que nadie, puesto que
soportaban el acoso con resignación, pero todos lo callaban pues aún
no habían llegado por estas tierras los tiempos de decir las cosas
como eran o como se creía que eran, aunque los rumores corrieron
imparables hasta llegar a oídos del padre que ya entrado en años
sufrió un infarto cerebral que lo dejó inservible para todo uso;
con voz de gangoso, en carrito de ruedas y la mano derecha para
echarle azúcar a las sopaipas. Las que se quedaron descansadas
fueron las sirvientas del cortijo, y ni que decir de su propia esposa
que se tomó de manera callada la revancha contra su marido,
escupiéndole en la comida cada vez que las circunstancias se lo
permitían.
De
las otras dos hijas poco hay que decir sino que la tercera en
dinastía murió a las dos semanas de nacer. Bautizada dos días
antes por el cura de la parroquia con el nombre de Ágata en honor a
santa Ágata, mártir antes que santa como mandaba la tradición en
aquellos principios cristianos, y a la que Doña Petra le tenía
especial devoción por sus orígenes coincidentes por parte de madre,
murió de muerte súbita. También corrieron rumores las malas
lenguas diciendo que la santa de especial devoción de Doña Petra se
la había llevado para que no sufriera los avatares de un vida entre
tan insigne familia. Por último, la más pequeña de los hermanos,
Teresa de Ibarra, nació rebelde a más no poder. Roja tanto de pelo
como de ideologías, contravino desde muy temprano las leyes
naturales que dictaba su padre, Don Carlos de Ibarra, el cuál, ya
cansado de la niña, a los dieciséis años de edad la mandó a
estudiar interna en un colegio de monjas del que se fugó al poco
tiempo con el profesor de inglés que le llevaba la veintena larga de
años. Más nada se supo de ella, lo que en parte fue un alivio para
el padre que no congeniaba con esa rebeldía intempestiva e innata, y
que no logró controlar ni a base de correazo limpio sobre los lomos
de la buena moza. Tampoco hizo nada por buscarla. Dicen, los que
algún arrimo le tenían, que residió durante un tiempo en un
pequeño pueblo al norte de Londres, del cual era nativo el susodicho
amante o marido, pues nunca se supo si casó con él, y ni si seguía
con vida.
Doña
Aurora Donoso de Malabrigo fue la afortunada que cargó con Don
Carlos de Ibarra, el padre invertido de Don Carlos de Ibarra y
Donoso, nuestro fracasado suicida por putada divina. Fue la que llevó
las riendas de la hacienda, una vez inutilizado el abuelo, y la que
puso a salvo gran parte de la fortuna incrementada por el
carnicero, ya que las aficiones del
marido le llevaban a dilapidar la heredad tanto en tahonas
clandestinas de juego como por los casinos más celebrados de medio
mundo. Entre eso y su gusto a los hombres, que no iba a menos sino a
más, diezmó en buena parte el patrimonio familiar, hasta que una
noche de plenilunio, Doña Aurora esperó a que llegara, y con una
serenidad tremenda rozando lo espantoso, se acercó a él y lo agarró
bien agarrado por los huevos, que a ella pocos placeres le daban que
digamos, y le dijo con ojos negros, brillantes y endemoniados:
-Piénsate bien la peseta de tu hijo que
te vayas a gastar a partir de ahora, ¡maricón!, que por éstas,
–dijo besándose los dedos en cruz,
mientras aumentaba la presión con la otra mano revirándola un poco.
–y como que me llamo Aurora Donoso de
Malabrigo, que como sigas por ese carril te rebano los huevos y
después el gaznate como a un gorrino en puertas de matadero,
cualquier noche y mientras duermas. –Oye
tú, fue mano de santo. No se sabe lo que le infundió al marido que
volvió manso como corderito al redil. Eso sí, la tendencia sexual
no llegó a corregírsela, y dos años más tarde murió de unas
venéreas mal curadas que dejaron infectados a medio cortijo y al
sacristán de la parroquia, que por lo visto también gustaba del
goce con varón.
Don
Carlos entró en la casa principal y se dirigió al bar del salón de
juegos donde se sirvió un whisky con hielo picado. Echó un par de
tragos, pensativo, mientras pasaba la mano por el suave tapiz verde
del billar francés, y con el vaso en la mano se fue hacia las
cocheras donde sobrepasaban la veintena los coches. Entre modelos de
coleccionista, también tenía algunos últimos modelos de las
mejores marcas. Se subió en el Ferrari testarrosa recién adquirido
y salió en tromba hacia el pueblo, que distaba una quincena de
kilómetros del cortijo. Iban a dar las seis, lo mismo la whiskería
estaba abierta aún, y si no lo estaba le daba igual, pues por algo
entraba en parte de la sociedad mercantil que la había fundado tres
años atrás. Con su amigo Nemesio y Manuel, era el tercer socio, un
socio capitalista que había aportado gran parte del dinero para
reformar el antiguo hotel de carretera en casa de lenocinio con algún
que otro trasfondo oscuro, eso sí, con todos los papeles en regla.
Don Carlos había ampliado sus negocios en otros sectores, ya se
sabe, para no poner todos los huevos en el mismo canasto, como se
dice. Allí empezaron sus tormentos hacía más de un año. Tormentos
de amor y odio desde el día en que conoció a Isabel, y que iba
recordando mientras conducía.
Isabel
Garmendia había aparecido por entonces por estas tierras, era de
origen Vasco-Francés, y nadie la conocía por estos lugares hasta
aquél fatídico 11 de septiembre en el que apareció por el hotel,
con su pequeña maletita rosa, preguntando por el gerente. Don Carlos
estaba en la barra, tomando una copa con unos amigos, cuando la
escuchó hablar a sus espaldas con Felipe, el barman. El acento no
era de estos contornos, y Don Carlos se giró para ver a quién
pertenecía. Apenas la vio, sintió como se le desbocaba el corazón
en su pecho. La visión de la mujer perfecta apareció ante sus ojos.
Una mujer escultural que, aparte de lo físico, emanaba algo
intangible que Don Carlos nunca había sentido en ninguna de las
mujeres que había conocido, y no podemos decir que fuesen pocas.
Isabel era de alta estatura y de pelo moreno, un moreno camaleónico
que cambiaba el tono según el ángulo en que la miraras: algunas
veces verdoso, otras rojizo y en algunas ocasiones de color
indefinible e irreal. Había algo mágico en esos reflejos de luz.
Una nariz angulosa pero perfecta, como de César, y una boca carnosa
y suculenta de adoración equilibraban un rostro ovalado y sensual.
Don Carlos la miró de arriba abajo y entrevió el corazón carmesí
flechado que tenía tatuado y que asomaba por uno de sus senos
escotados y tentadores, entre los cuales cualquier mortal perdería
la cabeza. ¡Eso sí que es una mujer! Pensó para sí. En tiempos
del catolicismo inquisitorio de seguro que hubiera sido juzgada por
tentación demoniaca y pasto de hoguera. Don Carlos quiso pero no
pudo abrir la boca, y se limitó a verla dirigirse hacia el despacho
de Nemesio, que era el gerente, bajo indicación de Felipe. Cuando
desapareció por el corredor no recordaba ni de lo que estaba
hablando anteriormente con sus amigos.
Isabel era especial. Mujer de la vida por vocación y devoción,
estaba instruida y hablaba a la perfección cinco idiomas, aparte de
ser licenciada por Oxford en historia del arte. Era una puta de
postín y algo más.